Tercer domingo de Cuaresma

Evangelio: Hablaba del santuario que era su cuerpo. Jn 2, 13-25. Sigue leyendo.

Juan sitúa la expulsión de los vendedores del Templo al principio de la breve carrera de Jesús, mientras que los otros evangelios la sitúan al final y la sugieren como motivo inmediato de su prematuro y trágico final. Juan no nos deja ninguna duda de que Jesús se enfrentó a la corrupción institucional desde el principio tan abiertamente como expuso la condición de pecado de los individuos. No era un "espiritualizador" y, a diferencia de la mayoría de los religiosos, no actuaba de acuerdo a un doble standard.

En “Jesús de Montreal”, la gran alegoría cinematográfica contemporánea quebequense del Evangelio, se evoca esta escena cuando Jesús, líder de un grupo de teatro aficionado, destroza fríamente las cámaras y el estudio de una publicidad televisiva que sexualiza la cerveza y degrada a la actriz (María Magdalena). Es llamativo como muestra la intensa ira que se expresa con cierta violencia, aunque controlada por una pasión más profunda y pacífica por la justicia. En la versión de Juan, hace un látigo y echa a los comerciantes deshonestos y sus mercancías fuera del recinto sagrado.

En uno de los innumerables niveles en los que podemos entender a Jesús, fue un reformador religioso, un purificador de la corrupción y la hipocresía. Impulsado por una ira ante la injusticia más fuerte que el miedo a enfrentarse al poder sobre el que descansan las instituciones sociales, pagó el precio que muchos han sufrido antes y después. Por mucho que utilice la apariencia para parecer mejor, el poder corrupto muestra su lado más despiadado y vengativo cuanto más se siente expuesto por los profetas de la época, los periodistas o sus víctimas. Puede empezar por destruir la reputación de quienes dicen la verdad al poderoso, pero, si no logra ponerle freno, no duda en acabar también con sus vidas.

Uno de los efectos de la pandemia ha sido sacar a la luz la corrupción y las mentiras con las que se esconde,  junto con las injusticias institucionalizadas ocultas en los sistemas económicos nacionales y mundiales. Lo que esta escena central de la vida de Jesús muestra sobre él es el vínculo que vio entre el pecado individual y el social. Por eso es tan inquietante y peligrosa.

El cristianismo institucionalizado se defendió de ello interpretando a la iglesia como una sociedad perfecta e incorruptible. Sus líderes fueron entrenados para encubrir cualquier evidencia de lo contrario. Hasta los tiempos contemporáneos, los "pérfidos judíos" (como se les seguía llamando en el misal romano hasta que Juan XXIII puso fin a esta práctica en 1962) eran chivos expiatorios que se utilizaban fácilmente para mantener la fachada de impecabilidad del cristianismo.

Sabemos cómo justificarnos y evitar asumir la culpa de nuestros errores. Es un reflejo ante cualquier cosa que amenace nuestro lugar en el sistema de poder de nuestros mundos privados. Los tiempos en el desierto - como la Cuaresma diaria de nuestra meditación - son necesarios para enseñarnos a afrontar la verdad sobre nosotros mismos. El mantra sirve, de forma más suave pero igual de eficaz, al propósito del látigo. Sabemos que está funcionando cuando podemos dar gracias al Espíritu por expulsar a esos falsos comerciantes del templo de Dios que somos cada uno de nosotros.

 

Traducción: WCCM Argentina

 

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