Lunes de Semana Santa, 21 de marzo 2016

Existe una cualidad única de auto control y desapego en la manera que Jesús vive sus sufrimientos. Desde nuestra experiencia común de enfrentar crisis y transformación, pérdida y mortalidad, lo podríamos interpretar como una ausencia de sentimientos, una especie de auto anestesia.


Todos somos proclives a enterrar nuestra cabeza en la arena cuando no nos gusta lo que vemos. Desde un falso punto de vista teológico, lo podríamos mal interpretar diciendo. ‘bueno, como era Dios, realmente no le dolió, no le afectó. Sabía que todo resultaría bien al final.’ Tendemos a preferir un maestro espiritual idealizado o un dios olímpico que está más allá del entorno de nuestra humanidad.

El punto es que el relato no tiene significado – y por tanto habremos desperdiciado nuestro tiempo durante Cuaresma – si no nos entra en la cabeza que Jesús era tan humano como nosotros y es tan humano como llegaremos a ser.

¿Cómo podemos tratar con la pérdida, la traición y el desencanto? ¿Quién no experimenta estos en alguna medida en nuestras cortas vidas? Nuestra respuesta al sufrimiento determina como tratamos los descubrimientos, regeneraciones, amor y plenitud de nuestras esperanzas. Esto también en cierta medida caracteriza la existencia humana. No hay duda sobre lo que preferiríamos escoger desde la perspectiva humana. Pero tampoco queda ninguna duda al final de que ambas nos enseñan y nos forman y debemos acogerlas con la misma humildad.

El desapego que aprendemos a través del tiempo y que representa la madurez de carácter significa que no hacemos un berrinche cuando no obtenemos lo que queremos. Ni nos sumergimos en la desesperación total cuando perdemos lo que tenemos. Del mismo modo no nos volvemos posesivos cuando las buenas cosas de la vida nos llegan. No nos engañamos acerca de los problemas que están a la vuelta de la esquina. Pero es este equilibrio delicado en nuestras respuestas el que nos permite ir más allá del sube y baja de las emociones y de nuestro ego aferrado a la perspectiva del dolor y placer.

La meditación, como parte de la vida, nuestro intento cuaresmal de equilibrar nuestra vida, apuntan al gran signo que contemplaremos estos próximos días.

Atravesar el sufrimiento, dejarnos ir a la muerte cuando sea nuestro momento, dejar ir todo lo que amamos y los placeres de la vida sin resentimiento: entonces encontraremos una bondad más allá del bien y el mal, una plenitud más allá de la vida y la muerte. Y aún más, descubriremos que no es algo que esté allá en el Monte Olimpo sino aquí mismo, grabado en nuestro propio ADN.

Si Cuaresma se trata de caminar en el desierto por cuarenta años, la Semana Santa es acerca de llegar a casa y emitir un ‘gracias’ exultante desde el fondo de nuestro corazón.

 

Traducción: Enrique Lavin

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